CAFÉ MOLIDO
Autor: Vianca Kamila Cárdenas Flores
Sirvo la taza con agua hirviendo, de su interior salen hileras de vapor, se esparcen por el ambiente llegando a cada rincón de la cocina, su aroma amargo es oscuro como mis pensamientos. Pongo la taza en un charol de plata y la llevo al centro del patio, esta aguarda sentir los labios de Don Gabriel, quien cada tarde se sienta al borde de la pileta y saborea el café de su hacienda. Luego se retira a sus asuntos.
No conozco el inicio ni el fin de la hacienda; llena de plantas
altísimas de maíz, cebada y trigo, pero en especial café. Sobre la tierra que
absorbe gotas de sangre y sudor de nuestro cuerpo al terminar las horas de
trabajo. Tiempo que no acaba, que no conoce el descanso y que es depreciado. Lo
que hacemos desde el momento en que nacemos es labrar y trabajar en las tierras
de los que son dueños de todo.
Miro las pepas de café cuando bajan por el molino, se hacen trizas. Cada
crack me recuerda el instante que debo levantarme y toco el suelo. Todos
tenemos las manos ásperas y los pies callosos. Al menos ya no sienten frío ni
calor por tantos años recogiendo el fruto que luego venderá el
patrón.
Cada noche les canto a mis hermanos para que se duerman y se olviden de
pedir más pan. En el campo lloro al verlos cargando su costalito de café. Pero
cuando estamos juntos les muestro una sonrisa, pero se esfuma como la cebada
con el viento apenas cierran los ojos.
Por instantes siento calma, cuando cocinamos para los trabajadores.
Vienen desesperados por un plato de comida. Esperan todo el día ese descanso
para respirar y tomar fuerzas, tan solo unos minutos. Miro las hojas que caen
sobre el río. Una mujer le da la comida a su marido y él le da una caricia. En
un instante me doy cuenta que mis dedos tocan mi mejilla y dejo de mirar. Esta
noche llegarán los hijos de Don Gabriel, los irán a recoger en la estación. Me
tocará madrugar para hacer el desayuno.
Ya mismo sale el sol, voy rápido a la cocina, la señora Charo está en
reposo, tendré que hacer el desayuno yo sola, de madrugada hubo un lío en la
cocina cuando quiso calentar la leche. Al patrón y sus hijos les gusta el café
recién tostado. Voy al galpón donde hay cientos de sacos apilados, me pregunto
si algún día beberán todo ese café. Cargo un poco de leña y un saquito con
semillas para tostar. Soy experta encendiendo el fogón, dejo el tiesto
calentando y voy al corral. Algo suena afuera mientras recojo los huevos, una
sombra se cruza y se me caen algunos. Estallan en el suelo y una masa de polvo
y yema me embarra los pies. «No deberías ser tan descuidada». Es la voz de uno
de los hijos del patrón. Me quedo helada, Doña Charo está en reposo por los
azotes que le dieron por regar la leche. Antes de poder decir algo siquiera, me
pone la mano en los labios y con la otra me quita los huevos. «Ten cuidado,
dame eso. Te ayudo», me dice susurrando. Su mano está perfumada, huele a jabón
y manzanilla. Mis piernas tiemblan y le sigo a la cocina.
Allí, abre una de las puertas y me invita a pasar. Es raro oír una voz
dulce, contengo una sonrisa y entro. Solo distingo el fogón al fondo. Me
apresuro a tostar los granos de café, pronto se levantará el patrón y le gusta
desayunar temprano. «¿Cuántos años tienes?», escucho a mis espaldas, esta vez
no habla con susurros. «Trece», digo en voz muy baja. «¿Cómo?», me insiste.
«Trece». «Mmm. Ya estás grandecita como para saber que está muy mal
desperdiciar la comida, en especial cuando no es tuya». Guardo silencio,
removiendo los granos que empiezan a oscurecer. «¿Qué vamos a hacer? A la Charo
le castigaron por lo mismo. ¿Por qué no haría igual contigo?». Mis lágrimas
caen sobre el tiesto caliente, se convierten de inmediato en vapor. «No me
pegue por favor. ¿Quién cuidaría de mis hermanos?», digo con una voz apenas más
alta que cuando le respondí mi edad. Lo único que suena es el café que se
achicharra, suelta un olor que me recuerda la tranquilidad, ese momento en que
los granos saltan y los recojo para llevarlos al molino, la ruidosa máquina que
los tritura mientras me siento a ver a la distancia a mis hermanos trabajando.
Las botas del hijo del patrón suenan sobre el suelo de la cocina. Siento sus
manos sobre mis hombros. Quisiera acercar mi nariz y oler el jabón y la
manzanilla más de cerca, pero siento que las tripas se me hunden muy profundo.
«Vamos a moler eso», me tranquiliza. Respiro y le sigo.
En el galpón hay varios molinos, enormes molinos. Para el café de Don
Gabriel usamos uno pequeño muy antiguo, pero que según él le da mejor sabor.
Produce un ruido terrible. No llega a la casa grande, pero sí a los cuartos de
los trabajadores. Si no estuvieran todos en la cosecha, me odiarían por
despertarles. Echo poco a poco el grano tostado en el molino, mirando con
cierto gusto cómo se trituran. Parece que esta vez me salvé, aunque debo ser
menos descuidada. El hijo del patrón observa cómo trabajo, me concentro para
que no se pierda ni una pepita. No puedo dejar de recordar el olor de sus
manos. «¡Esos huevos me los pagas ahora!», apenas escucho antes de caer al
suelo lleno de grava, polvo y fragmentos de café. Siento la cara en llamas y
sangre en mi boca. Su aliento no huele a manzanilla, casi no puedo respirar. El
tiempo se detiene y mis entrañas arden más que el tiesto sobre el fogón.
Hubiese preferido recibir todos esos azotes. La máquina no se detiene a pesar
de que trituró todo el café. El ruido no evita que piense en mis hermanos.
«¡Pobre que digas algo, ¡no!, con tus hermanos me desquito. Levántate
rápido y termina el desayuno, que papá ya mismo se levanta!», me grita. Apaga
el molino, yo sigo escuchando un pitido. Le sigo con la mirada hasta la salida.
Miro la montaña llena de grano maduro, busco a mis hermanos a lo lejos, el
costalito en sus espaldas es invisible desde aquí. Por ahí deben estar. Me
levanto como puedo, tengo sangre entre las piernas. Voy al corral, en el agua
del bebedero me lavo la mugre, el asco y la cólera que siento. El patrón
espera.
Antes de entrar a la cocina me sacudo el polvo, la sangre se ha secado y
la tela raspa mi piel aunque está húmeda todavía. Tengo entre mis brazos un
saquito con café recién molido y en los bolsillos de mi delantal 3 huevos que
sobrevivieron el ataque. Retiro el tiesto del fuego y pongo la tetera y una
olla llenas de agua. Mientras hierven me dirijo al establo, a la familia de Don
Gabriel le gusta la leche aún tibia de la vaca. Camino como entre nubes, ni los
primeros rayos de sol me dan miedo. Le amarro las patas a la vaca, antes de
sentarme en el banquito le acaricio el lomo, «Pobre Maricela», le digo. La
leche cae sobre el balde, apenas lo llena hasta la mitad. Resbalo por accidente
cuando me levanto, se riega toda la leche. «Pobre Charo y pobre Maricela», digo
mientras coloco el banquito y el balde otra vez.
Dos ratas se acercan a la leche derramada y beben de ella. Sus caras
oscuras ahora son blancas. Doy un brinco y me sale una risita aguda. Tomo el
balde y huyo de vuelta a la cocina. El agua hierve y le echo con cuidado los
huevos. Miro el reloj, se necesitan siete minutos para unos huevos perfectos.
Mis manos tiemblan, pongo con cuidado unas cucharadas del café recién molido en
la chuspa y retiro la tetera del fuego. Un vapor amargo se eleva cuando pongo
el agua hirviendo. Recuerdo la leche que se regó.
Busco el veneno, las ratas deben seguir bebiendo junto a Maricela. Lo guardamos en un baúl en la bodega. Muevo varias cajas y tablas hasta que lo encuentro. Adentro hay más de una docena de ratas bebé muertas, amoratadas alrededor de un pan. Levanto la funda con una calavera pintada en un costado y uno de los cadáveres se quiebra. Crack, como las semillas del molino. Suelto la funda y un montón de bolas color negro se riegan en el baúl. Son del color exacto al café que se está colando en la cocina. Don Gabriel, sus hijos y su esposa servirán ese café en su leche tibia. La misma leche que un par de ratas gordas están bebiendo en el establo. Me pregunto en qué leche debería servir el veneno y en cuál el café.
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