Botánico, cuento ganador


Botánico

Por: Ramiro Figueroa
Unidad Educativa Ángel Polibio Cháves.


Las lilas aguardaban con un olor dulzón que precipitaba los sentidos y acaecían en el vago recuerdo de quienes creíamos haber olvidado. Era ella quien las portaba: la señorita Guichardiere; poseedora de géneros botánicos como jazmines, hibiscos, camelias, rosas, girasoles, tanto como de un instinto olfativo conmovedor e inquietante; uno con el que imperceptiblemente colocaba, casi como espinas nacientes, imágenes balsámicas y de una sublimidad tal, que se confundían en nuestra memoria como olores deslumbrantes, luego recuerdos que insertados una vez en ella, no habrían de salir fácilmente.
Al salir de la casa del río nos encontramos con una especie de paraguas invertido, con telas de pared ahuecadas, líneas decorativas temblorosas por el vaivén que provocaban las aguas y, aunque ocupada por muchos de nosotros, ferozmente desamparada, apuramos el paso. En medio de ese instante de tierra firme, podíamos sabernos en el momento único para divisar los colores de naturaleza opaca que las posesiones de la señorita Guichardiere ofrecían. Sin embargo, nuestros sentidos a la mañana vivían amilanados, poco hacían por despertar un ademán de ansia y por enlazarse con los encuentros botánicos, de los que la señorita Guichardiere quería, irremediablemente, hacernos sentir parte. Parecíamos estar siempre eludiendo nuestra dirección, la que nos habían trazado de ante-mano.
Su nombre -apenas pronunciado- hacía que se avivara en nosotros una incesante pulsión por desdibujar su fisionomía (tan atrayente como misteriosa). Quizá descifrar una fórmula para conectar su nombre y lo que podíamos haber figurado como su rostro hubiese bastado. Pero las combinaciones eran extrañas e inexactas. A veces, la señorita Guichardiere nos parecía un animal aterciopelado, engendradora inagotable de plantas herbáceas. Otras, como un vehículo transoceánico que recorría los límites del mundo para irradiarlo con los olores de la inclinación más enigmática. Y finalmente, como una simple anciana de cabellos tristes, con un color gris que la teñía a ella y a su alma. Quizá la última fuese la tentativa más cercana a esa verdad mezquina.
Por la tonalidad sombría que después tomó el pueblo (no por su olor, ni mucho menos), supimos que una suerte de magia crepuscular nos alentaba a formar parte de lo que ella, a través de las distancias y las atmósferas, nos proponía. Las calles manaban un olor a capullos calcinados, las aceras se entintaban de carbón y el humo ocupaba ya gran parte del opaco ambiente en el que respirábamos; quemaba los ojos y nuestro pequeño par de cavidades.
Quizá recordábamos tan vagamente a la señorita Guichardiere, que sus señales -a más de intensificarse de forma vehemente- nos eran esquivas, pero al mismo tiempo irremediablemente necesarias. Decidimos, entonces, visitarla a la madrugada siguiente. Nos preguntábamos cuántos habían llegado hasta su puerta y plasmado ese momento como uno del cual enorgullecerse; aunque ahora, recordarla u olvidarla se habría convertido casi en la misma cosa. Aun así, su recuerdo era el más necesario de todos, ya nos lo habían dicho: de nosotros, sólo se esperaba una verdad nada entreverada.
La lluvia permitió que nos escondiéramos. Su morada consistía en un jardín botánico de proporciones inigualables; el más opulento vergel del pueblo, donde residían a un costado todas las especies de plantas y animales, plantas que eran animales, animales que eran plantas al mismo tiempo, animales dúctiles, plantas dóciles, y aunque el vívido follaje cubría por instantes su real fachada, un ambiente lúgubre hacía apagar el alma.
Tocamos la puerta con nuestros nudillos nerviosos y como de goma, cuando se acercó por otra de menor tamaño que daba al costado. Tenía el color de la intriga, su tono cambiaba repentinamente y sus palabras parecían estar recubiertas de un misterio casi indescifrable.
-Es algo parecido a la muerte -dijo con voz trémula, como advirtiéndonos-.
-Esperamos ser a quien pueda asentir por vez primera. Queremos recordar -susurramos al unísono-.
-Ya no torturo de ese modo, niños -dijo convencida-.
-Todos lo han querido así, a pesar de las circunstancias, a nuestra vuelta esperan entusiasmados -dijimos con recelo-.
-Si el pueblo se percata -se precipitó- corremos por las calles, como la ceniza de ayer.
-Sería justo que podamos hacer recordar al pueblo.
Tomándonos de la mano, como hojas pendidas a la rama de un árbol, pareció haber aceptado nuestra petición (que se asemejaba más a una suerte de destino ya trazado por ese pueblo de cenizas) y caminamos junto a los hibiscos, abrimos paso hacia el jardín y advertimos una de las lilas (de las que ya no quedaban muchas) como las de la incineración pasada. Era una mujer cordial, sin duda. Pero sus gestos, como deprimidos y tercos, receptaban un sentido insufrible, como si cada vez algo entrara de repente en su espíritu.
La señorita Guichardiere trajo entonces una copa vacía, de la que parecía salir una especie de humo lactescente que de forma inmediata armonizó los olores. Su tizne recubrió los caminos y las atmósferas. Su aroma azucarado y delirante animó las hojas pendidas, las casas temblorosas, las contemplaciones vanas del olfato, las flores de engañosa lozanía, nuestros recuerdos por fragancias, y por sobre todo, a la memoriosa -y recolectora- señorita Guichardiere; que después, cuando se nos acercó, hizo invadir en nosotros una sensación cálida y próxima, y entre todas las demás evocaciones, adivinamos una sombra crepuscular que se hundía, se hundía en nuestro corazón.


“No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes, nos dice Mario, pero cuando la lluvia cae sobre el botánico aquí se quedan sólo los fantasmas. Ustedes pueden irse. Yo me quedo.”

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