Ojos negros, cuento ganador 2016

Ojos negros
Por Diana González Hidrovo
Unidad Educativa Tomás Moro
Abre los ojos y mira a su alrededor apresuradamente. Inspecciona la habitación en la que se encuentra y se tranquiliza al reconocer los muebles desgastados. Aún  algo inquieto, observa las sombras que proyectan las ramas de los árboles al moverse suavemente con el soplar del viento. Toma largas bocanadas de aire e intenta calmar su agitada respiración. Pasan los minutos y se esfuerza por concentrarse en el sonido distante del cantar de los pájaros, quienes esperan ansiosos la salida del sol. A pesar de su afán por aferrarse al presente, todavía escucha el arrullo del océano y no puede desprenderse de la sensación que causaban aquellos grandes ojos que le miraban desde un rincón en la obscuridad.
Sabe muy bien que todo intento de conciliar el sueño será inútil, así que se levanta de la cama y camina a tientas hacia la puerta. Recorre los pasillos con facilidad y al cabo de un momento llega a la puerta principal. Sale a la noche estrellada y camina despacio hasta llegar al lago. Entonces se sienta sobre una roca y se agacha para lavarse la cara. Se limpia con las manos frías y al retirarlas de sus ojos se sorprende con un rostro familiar que le mira atentamente desde el fondo del lago. Sin duda ha cambiado mucho desde aquella noche. En su semblante, varias arrugas delatan el pasar de los años. Hoy en día ya no tiene la fuerza o la agilidad que solía poseer. Sin embargo, al fijarse detenidamente en su reflejo, le resulta sencillo recordar cómo era él en ese entonces. Un muchacho alto, fornido, con piel de porcelana, cabello dorado y una curiosa mirada, ojos tan azules que incluso a la distancia se podía apreciar su extravagante color. De repente, el recuerdo le llena de rabia y golpea la superficie del agua para borrar su imagen. 
“Ahí está de nuevo”, piensa con rabia. “La culpa, la maldita culpa. Un día, ese es el tiempo que solo se necesita para arruinar a un hombre.” Nunca olvidaría aquel día. ¿Cómo iba a hacerlo? Se recuesta sobre la hierba y cierra los ojos con fuerza solo para encontrar grabada con tinta indeleble en sus párpados aquellos ojos negros y profundos como un abismo. Aquella mirada es tan intensa que ahí, sentado a la orilla del agua, viaja en el tiempo diez años atrás.
El sol brilla en lo alto del cielo. Se seca la frente con la manga de la camisa. Apoya las manos en los muslos y agacha la cabeza para intentar recobrar el aliento. El barco está por partir y, aunque no esté dispuesto a confesarlo en voz alta, está tan nervioso como emocionado. El día ha llegado. El día en que se convertirá en hombre. Seguirá los pasos de su padre, así como espera que luego sus hijos sigan los suyos.  Hoy zarpará a la mar. Hoy empieza su nueva vida.
Su tarea es sencilla, vigilar la mercancía y verificar que llegue en una pieza a su destino final. Escucha las doce campañillas del reloj de la plaza y sabe que ya es tiempo de dirigirse al muelle. Corre de prisa por las calles del pueblo hasta llegar al puerto, donde los demás marineros esperan en fila que el oficial corra la lista. Cuando escucha su nombre da un paso al frente y saluda a su superior con un leve movimiento de cabeza. Se cuadra, gira sobre los talones y sube con pasos temblorosos por la plataforma hasta llegar a la embarcación. Camina por la cubierta y se dirige a los camarotes para reunirse con el resto de la tripulación. Una vez dentro, el barco es completamente distinto. Los cálidos rayos del sol son reemplazados bruscamente por la tenue luz de las velas. Un fuerte olor a muerte sucede a la brisa salada de las playas. Ya no se divisan las majestuosas velas blancas y, a medida que se adentra en la embarcación, el piso reluciente de cubierta va perdiendo su brillo hasta transformarse en un lodazal. Cuando por fin encuentra la litera que le han asignado, se retira el abrigo y lo coloca sobre su lecho. Se cambia las ropas y sube a cubierta justo a tiempo para ver como el barco empieza a alejarse de la orilla.
Poco después los oficiales empiezan a gritar las órdenes. “¡Icen las velas!” “¡Aten las cuerdas!” Intenta concentrarse en sus tareas. Trata deliberadamente de ignorar los quejidos espantosos de las criaturas bajo sus pies. No lo consigue, y según observa en los rostros de sus compañeros, ellos tampoco. El suelo tiembla por la intensidad de los chillidos, bufidos y gemidos.  Le resulta fascinante pues nunca había escuchado sonidos de esa naturaleza. Incluso en ciertos momentos se esfuerza por entender lo que hablan aquellas voces en una lengua extraña.
De pronto, el capitán dispara al cielo y vuelve su rostro enfurecido hacia la tripulación. “¿En este barco todo tengo que hacerlo yo?” Grita estruendosamente. “¡Que alguien calle a esas bestias!” El oficial que tiene a su lado se vuelve hacia él y le pide que lo siga con una señal. Bajar las escaleras que conducen a las celdas resulta complicado con el vaivén del barco, pero se las arregla para no resbalar. Llega al último peldaño y voltea. Se encuentra en una habitación completamente obscura. Intenta descifrar lo que tiene en frente, pero debido a la falta de luz, lo único que consigue es distinguir siluetas, apenas sombras borrosas que se agitan en la obscuridad. El oficial pega un grito y los llantos cesan casi de inmediato. Se da media vuelta y camina hacia la escalera. Apenas coloca el pie en el primer peldaño, estalla a su alrededor un sonido conocido. En algún lugar de aquel frío aposento un niño llora desesperadamente. Confundido, observa al oficial preguntándole con la mirada cuál debe ser su siguiente movimiento. El oficial, dudoso, levanta la mano y señala el interior del cuarto, donde todavía se escuchan sollozos. Antes de que puedan dar un paso, el capitán baja por la escalera rápidamente y pasa a su lado. “Inútiles” dice entre dientes mientras se dirige hacia el pequeño sin vacilar. Entonces alarga una mano para levantar bruscamente a la figura que lleva al niño en los brazos y le da un empujón indicando que suba a cubierta.
A su lado pasan lentamente unos ojos temerosos. Observa como de la penumbra de la habitación sale una mano temblorosa que se agarra de un peldaño y empieza a trepar la escalera. Detrás sube el capitán, todavía con el ceño fruncido.
Extrañado por la aparente calma de aquellos seres que aún permanecían en la habitación, se voltea a verlos. Las criaturas parecían estar conteniendo la respiración, permanecían inmóviles en la sombra. Años después se dará cuenta de que había malinterpretado su silencio. Aquello que tradujo como calma era sin duda algo más. Una emoción extraña pero muy potente que se reflejaba en decenas de ojos atentos.
Da media vuelta y camina tras el oficial.  A medida que se acerca a cubierta el silencioso grito de guerra es reemplazado por alaridos ensordecedores. Parada en la cubierta se encuentra una madre sosteniendo a un niño. Ahora que están a plena luz del día puede observar claramente al niño. Es un crío como cualquier otro. Tiene la piel obscura, rasgos pronunciados, cabellos rizados y grandes ojos negros. En sus ojos no hay malicia alguna y en su llanto sonaba cierta inocencia. El capitán grita que callen al pequeño, pero este llora cada vez con más fuerza. El hombre enfurecido camina con fuertes zancadas hacia el niño, lo toma de la mano y lo desprende de la figura que lo sostenía entre sus brazos con un aire protector.  La muchacha grita, llora y patalea, como haría cualquier madre a la que le quitaran un hijo, pero lo único que consigue es que un oficial la tire de los cabellos y la arrastre hacia las escaleras. El capitán camina hasta llegar al barandal y sin dudar ni un segundo lanza al pequeño hacia la mar. En un abrir y cerrar de ojos paran todos los gritos y llantos. No se escucha ningún sonido. El capitán ordena que todos regresen a sus puestos y poco a poco los marinos retornan a sus actividades. Pero él no podía olvidar la mirada de aquellos ojos negros mientras eran arrastrados nuevamente hacia la penumbra.
Pasaban los días y todo seguía igual. Izaba velas, ataba cuerdas, trapeaba pisos. Pero no podía deshacerse de una inesperada culpa. No había hecho nada malo. Las cosas siempre habían sido así. Así tenían que ser. Pero al pensar en el pequeño le recorrían escalofríos y le temblaban las manos. Cuando llegaron a su destino habían pasado ocho semanas desde aquel día. Ocho semanas sin dormir. Ocho semanas sin pensar en otra cosa que no fuese la mirada en esos ojos obscuros.

Se baja del barco y camina sin rumbo por las calles de una ciudad desconocida. En las manos sus valijas y en su rostro una mirada perdida. Sin notarlo, se dirige a una iglesia. Se confiesa sin estar seguro de cuál fue su pecado. Entonces decide que no quiere volver a la mar y que en su lugar va a servirle a Dios para redimirse de su culpa. Da a conocer lo sucedido, aunque nunca podrá reconocer su participación en aquel terrible suceso. Y así pasa el resto de su vida. Ayuda a los necesitados por los días, y por las noches se sienta frente al lago de la casa parroquial recordando a aquellos ojos negros.

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