Una y otra vez, cuento ganador

Una y Otra Ve

Escrito por: María Cristina Yépez Arroyo
Unidad Educativa Martim Cereré



Ya estaba acostumbrado al dolor que sintió luego. Ese dolor remolino, que lamía con sus lenguas los brazos, piernas, cabeza y entrañas del hombre. Había despertado, si a eso se podía llamar “despertar”, varias horas después del ataque.
Decidió ponerse de pie, luego de comprobar que todos los orificios por donde habían penetrado las balas se habían sellado ya. Sin embargo, aún sentía cada una de ellas dentro de su cuerpo. Caminó sin ver hacia dónde iba. Tantos años reflexionando eternidades acerca de cómo caminar, qué decir, cuántas cucharadas de azúcar en el café. Ahora solo quería echar a andar sin ver, sin sentir, sin pensar a donde le llevaría la vida o, en este caso, la muerte.
Al cabo de unas horas se sintió cansado. No tenía sus lentes, así que veía borroso y eso hacía todo más incómodo. De repente un dolor muy fuerte en el estómago le impidió caminar. Cayó sobre la tierra húmeda con violencia.
El rostro de ella empezó a dibujarse en su mente. Sus labios grandes, su pelo negro y desordenado, su expresión de estar a punto de hacer una pregunta.  No se acordaba bien cómo la había conocido. ¿Por qué estaba obligado a recordar ese inicio?
Algo que sí recordaba era que unos días ella encendía un cigarrillo, se sentaba en una silla al pie de la cama y escribía. La horas iban pasando, las colillas de cigarrillo se acumulaban en el cenicero, los personajes se hacían y deshacían. Él había intentado varias veces penetrar esta atmósfera, pero era imposible.
Otros días ella se ponía la falda azul a cuadros, el chaleco gris y esa corbata detestable. Salía a las ocho en punto de la mañana sin decir adónde, pero siempre volvía a la misma hora: las seis de la tarde. Volvía tan cansada que lo único que hacía luego era acostarse a dormir.
Así transcurría la vida, en medio de silencios, de impulsos contenidos y preguntas no hechas. Esto había sido así desde ese día en que la muerte caminó por primera vez hacia sus vidas. Él soñaba con unirse a la guerrilla; ella con contar su historia y no había día en que no piense en el momento en que las vidas se iban a bifurcar.
La muerte no dejó cartas en el buzón, no tocó el timbre ni llamó a la puerta. Un día simplemente estuvo ahí y no hubo forma de sacarla, como si hubieran firmado un contrato tácito.
La muerte le dejó a él la metralleta Uzi al pie de la cama y unos lentes en la mesita de noche. A ella, le dejó el uniforme de la falda azul y una libreta para escribir.
Amanecía temprano luego de una larga noche de insomnio. Ella sacaba su uniforme recién planchado, se dirigía a la oficina y maquinalmente tipeaba los números en la computadora. Así hasta que el reloj marcaba las 5 y media de la tarde.  Él, en cambio, se despertaba sobresaltado al sonar la alarma. Tomaba un baño, se ajustaba esa corbata color asfixia, se ponía los lentes y salía a dar sus clases con los libros bajo el brazo. En esos días, todo tenía su horario y su orden.
Al día siguiente, ella despertaba y encendía un cigarrillo tras otro. Las voces se encendían en sus oídos, una a una iban brotando las historias a través de su mano y luego caían sobre la libreta azul. Él tomaba la metralleta Uzi y la chaqueta militar y se embarcaba en el camión rumbo a un torbellino de balas y rebeliones. En estos días, parecía que la libertad encontraba una hendija para entrar.
La muerte era testigo de los malabares que hacían para calzar en esa vida doble. Atrás habían quedado los días de compartir hasta el mínimo detalle, de contar incluso las historias aburridas, de comer a deshoras, de no esconder cicatrices o recuerdos. Desde que la muerte había llegado, la vida exigía cautela y la muerte llegaba rutinariamente, siendo el desenlace de cada nuevo día.
Una tarde, ella se hallaba en su acostumbrada lluvia de palabras. Estaba muy cansada, pues la noche de insomnio había sido fatal. Los ojos le pesaban como dos sacos de plomo y sus párpados no veían la hora de cerrarse. Poco a poco, las palabras se fueron convirtiendo en manchas poco legibles, los párpados dejaron de luchar contra sí mismos para mantenerse abiertos y el cigarrillo cayó mecánicamente sobre la libreta al igual que la mano que lo sostenía.
Él había llegado temprano y la muerte lo esperaba en la puerta como siempre. Sentía las balas del día anterior y sufría además de un dolor intenso en el hombro por el peso de los libros que había cargado esa mañana -¿Cómo sería la muerte de hoy?- pensó durante un minuto.
Se sacó los lentes y se acostó en su viejo sillón. Estaba tan cansado que, tras unos instantes, se había quedado profundamente dormido.
El humo lo inundó todo, las llamas parecían bestias hambrientas. Las primeras víctimas fueron los muebles. Uno a uno, fueron cayendo en el campo de batalla. Había bastado el contacto del cigarrillo encendido con la hoja de la libreta para dar origen al fuego. Él se despertó sobresaltado, ya no podía respirar por tanto humo. La buscó a ella por todos lados, pero no la encontró. Sentía cómo la desesperación se apoderaba de cada uno de sus músculos. Intentó buscar escape por las ventanas, pero no había forma de abrirlas. Tampoco las puertas respondían ante su necesidad de auxilio. Por su mente cruzaba una única idea –Ésta va a ser mi ultima muerte-.
En la calle, la gente no prestó atención a aquella pequeña casa consumida por las llamas. Parecía que fuera invisible a sus ojos. Dentro se iban quemando poco a poco una metralleta, un uniforme, unos lentes y una libreta azul. Nadie supo jamás que también la muerte se había quedado dentro.

En la acera se veía una mujer con el rostro pálido y los ojos abiertos como si viera por primera vez el mundo. Después de un momento, con los ojos desorbitados y el rostro negro por la ceniza, salió un hombre cuya expresión se asemejaba a la de los ojos de la mujer. Ambos se miraron como si se hubieran buscado por mucho tiempo. Sin hablarse, se tomaron de la mano y se fueron caminando por la acera. Ambos sabían que esa tarde no sería igual que las otras, que ya no habría que morir más y qué bueno, porque los dos sufrían de ganas malparidas de inmortalidad.

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