En retazos, cuento ganador

 En retazos

Autora: María José Gaibor
Unidad Educativa Particular Cervantes.

Quién querrá perecer en los enardecidos campos, quién querrá entregar su inocencia como pago por guerra y destrucción, quién querrá vivir corriendo, quién querrá vivir silente. El silencio no es más que un murmullo, un  revoltijo de susurros de las hojas, del viento, de las voces, del movimiento, de la vida y la muerte.
 El cantar de los grillos y las gotas  rompía la quietud y se hacía tan abrumador como los gritos, y casi me llevaba hasta el momento en que sus ojos desbordados de cristales tristes dejaron de verme y sus manos de sentirme. Volví al eco de mis pasos, desoyendo a la boca de esa anciana llena de nicotina, humo y juicios;  ignorando la penumbra y el pasado, e incluso el futuro. Era un  diciembre frío, solitario, como siempre. Todo se veía en blanco, negro y gris. Habíamos olvidado ya lo que era jugar, por lo menos yo lo había hecho. Sabíamos que venían y sabíamos lo que demandarían. Al entrar pusieron un arma en mis manos, ni siquiera sabía cómo usarla, era pesada y se veía tan amenazante como sus ojos, penetrantes, sombríos. Mi madre dijo que lo haga, que debía hacerlo, así que aplasté el gatillo. Era uno de ellos, sin querer lo fui. Muchos me culpaban, nadie lo decía. Era sangre de mi sangre o más bien yo era sangre de la suya. Aun así siempre supe que no era mi culpa. Nunca temí a monstruos del armario o a la oscuridad, pero aprendí a temer  el sonido de las bombas al caer, aprendí a temer al colegio, a la casa. Aprendí a temer y a dudar.

Me paré frente a la puerta y el sonido lejano de los recuerdos rozó apenas mis sentidos. Un escalofrío, como una ajena mano helada,  subió por mi espalda, despacio, apresurado. Me senté sin poder mirar o seguir. El polvo se levantaba y acomodaba nuevamente, como notas en acordes y acordes en música. A pesar de todo me gustaba jugar solo, hablarle al viento, perderme en mis propios misterios, soñarme en campos abiertos. No tenía muchos amigos pero jugaba. Me senté mirando al cielo, se veía claro, profundo, infinito. Un estruendo nubló mis oídos, calló mis ojos, pasmó mis latidos. Me vi correr sin moverme, ahí tendido me iba. Dolor. 

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