Yo vivía solo, en una ciudad fría,
en un pequeño pero cómodo apartamento en un quinto piso. Salía a comprar la
comida para la semana todos los domingos, iba temprano porque entonces llenaban
los anaqueles del súper con delicioso pan fresco y no había mucha gente por los
pasillos.
La primera sección que aparecía
luego de agarrar el carrito era la de los lácteos, pasillo que jamás visitaba
porque nunca me ha gustado mucho la leche. Pero ese día era diferente. Había visto
a los personajes de una película comiendo algo así y desde entonces no había
podido dejar de pensar en ello. Me habían entrado unas ganas tremendas de
hacerme: unas tostadas con queso.
¡Pero así! ¡Unas ansias ENORMES de
ese queso pegajoso, salado y delicioso, perfectamente pegado a dos crujientes rebanas
de pan!
La cantidad de quesos era
abrumadora, los había blancos, artesanales, con hierbas, unos carísimos…Había
tantos, y yo, como comprador era libre de escoger todos los que quisiera,
siempre y cuando me alcanzara el dinero para pagarlos. Pero yo sólo quería uno,
uno como el que había visto en televisión, uno que luzca así de perfecto en el
pan y que tenga ese sabor que tanto parecía gustar a los personajes. Entonces, en el momento, abrumado por las
opciones, tomé el primer paquete que vi, el más cercano, el primero que capturó
mi atención. Y ya. Fui, pagué y conduje a casa ansioso por probarlo.
Ni siquiera esperé al desayuno.
Con mucho cuidado procedí a
prepararme la tostada ideal -admitiré que incluso busqué tutoriales en internet
para lograr que todo fuera perfecto- tosté el pan embarrando un toque de
mantequilla en la sartén, corté el queso justo del grosor indicado y finalmente
agregué algo de orégano, llegando a sentirme como todo un profesional.
Cuando mi tostada estuvo al fin
lista la deposité sobre una servilleta en un elegante plato de cerámica blanca.
Y así, la primera mordida fue perfecta. Me dejé llevar y como en un trance me
la acabé toda rápidamente.
Ese día me comí tres tostadas, a la
mañana siguiente desayuné cuatro y al día siguiente seguía teniendo suficiente
queso en el refrigerador para continuar con el frenesí toda la semana.
Pero al tercer día me percaté de
algo.
Aquel queso blanco que había
comprado no se derretía tan bien como debería, lo cual me pareció un detalle
menor que no me impidió seguir comiendo. Pero luego, al cuarto día, me pareció
demasiado salado cuando probé el primer bocado; al segundo bocado no pude
evitar recordar la imagen de la misma tostada en televisión y suspirado me
retiré de la mesa sin terminar mi inútil intento de tostada.
Luego, al quinto día, ya no me
apetecía seguir desayunando lo mismo.
Pude haber regresado al súper a
comprar un queso diferente…pero no me sentía motivado. El recuerdo de los estantes
abarrotados de alternativas, el inevitable esfuerzo que implicaba ponerse a
buscar, comparar, agacharse para ver las opciones de abajo o estirarse para
alcanzar los del estante más alto…simplemente no parecía merecer la pena.
Fue así como ese paquetito decorado
con letras amarillas, cuyo contenido había podido satisfacer mis ansias del
inicio, que había sido perfecto, quedó atrás. Ya no tenía ganas de
comerlo. Y era de esperarse, después de todo lo había escogido sin pensar, el
paquete más cercano, el primero que llamó mi atención, en el estante que estaba
justo a nivel de mi campo de visión, en el momento me había engañado pensando
que era el único queso que valía la pena comprar.
Pero había sido mentira, y ahora ya
no me interesaba comprar ningún queso.
Eventualmente excedió su fecha de caducidad,
su lisa superficie se arrugó, le salieron manchas oscuras y una posa de líquido
salió de él formado un charco alrededor. Yo sólo atinaba a mirarlo con
fastidio, sin ganas de tocarlo siquiera, sin motivación para sacarlo de mi
vida. Sólo cerraba la puerta de la refrigeradora abandonándolo al frío y la
oscuridad.
Hoy le han salido piernas y se ha
marchado, lo he visto desde el mesón donde me había sentado a tomar café. Salió
de la refrigeradora y se abrió paso por la cocina…Se detuvo en el marco de la
ventana un momento, para luego, sin voltear una sola vez, arrojarse al vacío.
Me acerqué rápidamente a ver por la
ventana, pero allí donde se había estrellado sólo quedaba polvo, polvo que ya
ni siquiera era queso, polvo que ya no era nada.