GANADOR DEL CONCURSO NACIONAL DE RELATO INTERPRETATIO 2021
Santiago Francisco Ponce Rhon.
C.I. 1754514162
Cuento ganador: Zaratustra del siglo XXI (semiparodia)
Colegio San Gabriel. Quito
Zaratustra del siglo XXI (semiparodia)
Autor: Santiago Ponce
La muerte llamaba a su puerta todos los días. El motivo de su exilio
voluntario era, además de lo anterior, finalmente entender quién era él, y
entender a toda esa alteridad apenas aprehensible en la que estaba embebido a
diario. El níveo cielo de la mañana, salpicado de nubes, iluminaba pálidamente
cada rincón al que sus ojos alcanzaban a ver. Al fin, abandonó la última acera
que conectaba la ciudad con su exilio.
Subió por el río de asfalto que atravesaba el bosque. Miles de litros de
cemento y alquitrán, en los que ahora resonaban sus zapatos. rítmicamente. El
bosque consistía en eucaliptos, en su gran mayoría, y unos pocos pinos
distribuidos en clara desproporción. Era el árbol más común de Quito, de lo que
recordaba. Erosionaba el suelo, crecía rápido, y se reproducía de manera
vertiginosa, hasta conquistar hectáreas enteras de bosque.
Se sentía abrumado. El aire a su alrededor olía a plástico quemado, sudor,
y a muerto. Un aroma fétido, que emanaba de él, pero que se exacerbaba cuando
estaba en la ciudad. Por eso se había determinado a partir, era la única manera
en que conseguiría que ese olor se disipase, al menos parcialmente. Su propio
hedor, tal vez, llegaría a desaparecer. Ingresó por la primera bifurcación del
camino, ya propiamente a la naturaleza, por un estrecho sendero rodeado de
plantas y matorrales. Otras plantas más
pequeñas, apenas mantenían su turgencia, maltratadas por la dureza y aridez del
suelo. Un romerillo, con el tallo seco, yacía de lado apoyado en el tronco de
un eucalipto, derrotado. Algo tan simple, pero que él sentía trágico. Apresuró
el paso hasta encontrarse un poco lejos de la zona. Una simple planta lo había
provocado de una forma tan intensa. «¿Acaso
me estoy volviendo loco?»,
pensó.
«No estoy loco, solo estoy enfermo de esperanza. ¿Por qué la libertad duele
tanto? Existimos en inercia, y nos alimentamos tanto de sus manjares que el
movimiento consciente es ahora resquemor. ¡Manjar pútrido e ilusorio, veneno de
la existencia!». Si hubiera
abierto la boca habría gritado. De tanto pensar había perdido el rumbo original
que pensó seguir. No importaba a dónde fuera, mientras estuviera en el bosque.
Eventualmente llegó un pequeño estanque. El agua parecía descompuesta,
podrida, de un tono verdoso oscuro, pero lo suficientemente calma para que su
silueta se reflejara en ella. No se reconoció. No tenía rostro. Era una masa
cubierta de ropas, que tapaban su verdadera naturaleza. Era fútil cuánto tiempo
mirase, la silueta no poseía rasgo humano más allá de lo que la complementaba,
de su ropa, de sus lentes, él mismo era accesorio de sus accesorios. Percibió
un bulto en su bolsillo, era su celular. No recordaba haberlo traído. «Ya es parte de mi cuerpo». Apenas se sonrió, y continuó
su camino.
Los pies le dolían, sentía que cargaba con el peso de miles de cadáveres en
su espalda «De cierta
manera, así es». Al fin,
decidió sentarse en un tronco, pocos pasos delante de él, que parecía lo
suficientemente grande para soportar su masiva carga. Se manchó las manos de
una mezcla de aserrín y rocío, de la corteza de su silla improvisada. Probablemente
donde se hallaba sentado, habría sido un árbol que se desvió por su propio
peso, y que decidieron derribar. Sus manos eran lo más limpio de su existencia
en aquel momento. Se quedó sentado allí, por varios minutos, solamente
acompañado por el zumbido del viento y el paisaje de un parduzco verdoso, por
la inmensa espesura de donde se hallaba. Se incursionó nuevamente en sus
pensamientos, temiendo qué podría hallar. «Soy solo un receptáculo vacío. Poseo forma, pero no
fondo. Y pronto, caeré también, como este árbol. No soportaría erigirme de esa
forma…a ese costo».
Un sonido lo desconectó de su mente
repentinamente. El celular vibraba en su muslo derecho. En la pantalla
brillante se veía una notificación. Comida rápida, cupones. ¿Cómo llegaba la
señal hasta allí? Era lo último que necesitaba en esos momentos. Sentía
aversión por las partes que lo componían, por sí mismo. Pensó en cuántas
personas debían estar implicadas en ese pequeño recuadro colorido. En escoger
la paleta de colores, en utilizar las palabras correctas, en recurrir al
primitivismo que cohesiona toda la experiencia humana, para imbuirles de un deseo,
que, hace segundos no estaba presente. Provocarlos, incitarlos a comprar. A
tener. A sentir…
Su mano le ardía, como si estuviera presionando brasas de carbón al rojo
vivo. «¿Será que la pequeña
batería de litio, construida a base de minería infantil, al fin se ha rendido a
la obsolescencia programada?». Arrojó
el celular lejos, y el dolor se disipó inmediatamente. Era tan culpable como
los demás. Debía cargar con esa
culpa, y lo hacía. Estaba sudando y con el cabello desordenado, parecía un
maníaco. Exhalaba de forma pesada, y lo que antes había catalogado como un aire
fétido ahora era lo más repugnante que hubiera olido en su vida. Se sacó
camiseta y chompa, con el torso al descubierto. Los zapatos también. Los arrojó
todos lo más lejos que pudo, y se alejó de allí. La montaña de prendas irradiaba
eso que tanto le perturbaba. Tenían un peso que no podía sobrellevar.
El sol se mantenía oculto entre las nubes, que parecían perennes,
estáticas. No había más capas que lo protegieran del frio al que se enfrentaba.
Sus manos estaban parcialmente entumecidas, y, sin embargo, se sentía en el
epítome de su libertad. Caminó por breves instantes, hasta desembocar en un
pequeño claro.
Se encontraba en una parte alta del bosque, donde los árboles se abrían
como revelándole el mundo al que pertenecía. Delante de él, una enorme
depresión lo separaba por decenas de metros de las copas de gran espesura, que
se extendían como un mar verde opaco, convulso por el viento. La ciudad era visible
casi por completo, de extremo a extremo. El horizonte en toda su extensión estaba
escarchado por esas estructuras verticales, donde se confinaban millones de
seres humanos, en su pequeña burbuja de alteridad, indiferentes.
Sentía que su cerebro se desenvolvía, como un vacío insustancial del blanco
más intenso, detrás de sus ojos. Se acercó aún más hacia el abismo. Las puntas
de sus pies se hallaban suspendidas en el aire, pero no temía perder el
equilibrio. Quiso hablar, hablar con eso que rechazaba, pero que sabía suyo. La
ciudad pedía muerte, y en cierto resquicio de sí mismo también la añoraba.
Habló, como si esta fuera a escucharlo.
- ¿Para qué saltaría? Ya he muerto lo suficiente. Esta inequívoca
tragicomedia en la que somos arrojados nos fuerza a ello. Nos fuerza, como
mínimo, a morir dos veces. Y, créeme, no es agradable morir, por eso comprendo
tu condición. Ese funesto revés con el tiempo se torna agridulce. El costo nunca
es lo suficientemente alto, incluso más alto que la propia vida. Y, es que, la
sociedad no nos deja morir. Externalizamos lo efímero hacia el consumismo, y
llenamos de figuras vacuas nuestra capacidad de ser, nuestra existencia.
Compramos cultura, sentimientos, experiencias, y propósito en nihilismo
empaquetado; en los productos encontramos nuestra esencia, tanto así que estos
se transforman en la verdadera esencia social, desde la que construimos nuestra
esencia. Es, esencia, en tanto que no lo es.
No esperó ninguna respuesta. Lo que debía oír ya lo había oído de otra
parte. Él era solo una herramienta más de esa narrativa conjunta. No podía, ni
era posible, deslindarse de ella, imponente y frívola. Por eso se sentía tan
responsable. Responsable de explicarles, de hacerles ver.
-Somos arrojados al vacío, y en vez de abrazarlo, nos asimos a falsas
esperanzas. A elocuentes palabras que den significado. Suprimimos nuestra única
decisión, la de ser, para decidir sobre “qué ser”, o “cómo ser”. Tal vez
debería saltar, y dar fin a este ciclo interminable, a esta ficción pseudoreal,
a este espectaculismo. Pero, hoy, no será. Hoy no. ¿Miraremos a la muerte a los
ojos?... ¿O dejaremos que la entropía acabe con este sueño consciente?
Las últimas palabras las dijo mientras descendía en dirección opuesta por
la que había venido. El sol de mediodía se reflejaba en la pantalla de esa
pequeña supercomputadora, arrojada encima de su ropa. Su silueta desapareció en
medio de los árboles, dirigiéndose hacia allí. Debía hallar forma alguna de
decirles, a todos. ¡Oh, límpido discurso profesaría! No recordaba su boca haber
versado palabras tan veraces y conscientes Como la abeja hastiada ya de miel,
necesitaba manos dispuestas a recibir su sabiduría. Les haría ver… Tal vez, si
tenía suerte, habría señal un poco más arriba.