Paz y Miño, María Eugenia. (Quito, 1959): Escritora, ensayista, antropóloga.
4 cuentos de MARÍA EUGENIA PAZ Y MIÑO
¿Cómo prefieres morir?
El semisilencio nocturno sería el
ambiente ideal para hacerlo. Lo había planificado con conciencia de causa y
avizorando lo que podría llegar. Se asomó por la ventana para verificar que la
negrura se hubiera diseminado por completo. Caminó por la casa en puntillas y
entró a cada una de las habitaciones para cerciorarse del sueño profundo de
todos. Nadie se movía. Bajó despacio por la escalera de cemento y entró al
cuarto. Allí estaba él, agazapado. Lo miró con una mezcla de lástima y
tristeza.
–Ha llegado la hora –dijo mientras
lo desataba un poco.
La puerta crujió levemente.
–Vamos, vamos.
Abrió la cajuela del vehículo,
acomodó la almohada para hacerle un espacio.
El otro dudó por un segundo pero no
tenía alternativa. Subió.
El vehículo fue dejando atrás las
luces del barrio; se adentró por el campo. El hombre no decía nada. De vez en
cuando miraba por el retrovisor. Luego de una media hora de viaje se detuvo.
Cerca había una quebrada y el sonido del río abajo no era muy fuerte. Desde
hace días no llovía. El olor era penetrante. Era un río contaminado.
–Tengo la sangre helada –se escuchó
muy bajito y acto seguido encendió un fósforo y un cigarrillo.
El humo se volvió transparente entre
la oscuridad de lo semisilvestre, de lo casi urbano. La ciudad no quedaba tan
lejos de todos modos. Algunas luces eran visibles entre los matorrales. Al otro
lado de la quebrada la culebra luminosa de la carretera se perdía hacia el
norte.
Luego de bajar introdujo la mano en
el bolsillo de la chaqueta y palpó el arma. Dio la vuelta y abrió la
portezuela.
–Hasta aquí llegamos. ¡Baja!
–ordenó.
Caminaron unos cuantos minutos.
Andaba buscando el lugar preciso para ejecutarlo; estaba pensando en ello pero
paralizó sus ideas para recordarlas en el futuro y cortó el paso en forma
abrupta.
–Mejor acabo contigo de una vez por
todas.
Lo ató a un tronco quemado y ajustó
bien el nudo.
–Adiós –dijo–, tendrás que
perdonarme; no tengo otra alternativa. Espero no fallar.
El tiro sonó. Había fallado.
–Supongo que estoy nervioso
–comentó.
El otro emitió un gemido espeso.
–Esta vez no fallaré.
Le apuntó directo al cráneo. De
nuevo se escuchó el tun seco y un quejido. Le había dado. Tras del doble
estremecimiento, el otro expiró.
La sangre brotaba pero él no quiso
verla. Salió corriendo. Ni siquiera recordó que había planeado desatarlo y
luego arrojarlo al fondo de la quebrada como otro desperdicio más. Jadeaba...
Subió al vehículo, lo encendió y aplastó el acelerador. El coche crujió.
Mientras retornaba miró por el retrovisor varias ocasiones. Por momentos dudó
de haberle alcanzado con precisión. Quizás estaba solamente herido. Quería
dejar de pensar en lo mismo y habló en voz alta como contándole a alguien a su
lado:
–Lástima
que te agarró esa enfermedad incurable. Eras un buen perro. Ojalá existiera
otra vida, seguro que te reencarnarías en humano. Quizás entonces podremos ser
buenos amigos.
Testimonio
de un faquir urbano
Aprender
de lo que está en el fondo de uno mismo y que sale a veces a la superficie para
revelarse como aquello que debe ser superado.
(Epitafio en el cementerio de
Tulcán)
La
enfermedad apareció el domingo por la mañana pero no le di importancia. Al otro
día estuve en cama con dolores corporales, fiebre y escalofrío; la cabeza era
un peso de cuantiosas toneladas. Descarté la gripe, pues no tenía catarro,
solamente una tos horrible. Según propias elucubraciones, me había contagiado
del virus que borré del computador, el cual se iba apoderando de mi organismo y
debía estar en una fiesta, haciendo el brindis a mis limitadas defensas, y como
se trataba de un virus agresivo, de esos que borran todos los archivos, temí
que quedara afectada mi memoria.
Los
días se sucedieron y seguí empeorando. No tomé ningún medicamento. Les tengo
fobia. Y como en otras ocasiones me había dado resultado el ayuno, dejé de
comer y bebía solo agua de hierbas medicinales. Para darme ánimo releí El artista del hambre de Kafka y El antropófago de Pablo Palacio. Sin
embargo, mi cuerpo estaba empecinado en mantenerse en estado desastroso.
El
jueves me hallé en una mejoría corporal relativa, pero la tos era peor y además
entré en una depresión jamás antes conocida en los anales de mi historia
personal. La enfermedad quería adueñarse de mente, sentimientos y alma. Todo
iba perdiendo sentido. Por la tarde no aguanté más y me levanté. Preparé una
sopa de verduras y un té de boldo que me dieron un poco de ánimo, y salí a
renovar unos trámites pendientes. Estaba muy débil. Por la oficina ni me asomé.
El
viernes hice un viaje corto a Riobamba para visitar a unos clientes. Querían
una colección de libros y me hice líos con todo lo que era el vender y
promocionar mi mercadería, ¡qué asco! Me hallé preso del terror de las ventas.
El negocio, el comercio, el negocio, el comercio y las necesidades e
intríngulis monetarias. En fin, no di pie con bola y arruiné una venta que me
habría servido para, por lo menos, pedir una cita con los bioenergéticos, los
cuánticos o los acupunturistas. Lo raro me había penetrado. Tuve un dolor en la
pierna derecha.
Esta
mañana no pude mantenerme en pie y pasé recostado con la pierna que se hinchaba
más y más por una infección. Me puse barro y tomé agua de ortiga. Traté de
dominar la enfermedad dejándome de estupideces, sin preocuparme de mi complejo
organismo y rechazando la idea del virus, que me aterraba. Pensé que iba a
morir y me arrepentí de no haberme dedicado al activismo anárquico, de no haber
salido a colocar bombas en los bancos y en los centros comerciales que parecen
ser los símbolos del desarrollo absoluto del ser humano. Algo debía hacer para
cambiar la podredumbre de mi cuerpo que se había contagiado, según yo, de la
podredumbre universal que llegó a mi casa a través de
Desesperado
llamé a mi hermana para pedirle ayuda. Ella trajo a un doctor amigo suyo; me
pareció escuchar que su nombre era Esculapio ¡vaya nombre ideal para doctor!, o
más seguro yo estaba volando en fiebre y no entendía. ¿Por qué me tocaba a mí,
precisamente a mí? Yo que odio a los doctores y a los medicamentos, me vi
inmerso en antibióticos, antiinflamatorios, antidepresivos, antitetánicos,
antialérgicos, antiespasmódicos y toda una fila larga de antis de las más variadas
formas, colores y tamaños, y tuve que aceptar una dosis inyectada de la
poderosa y siempre fiel penicilina; ¡nuevamente el asco!
Como
seguía igual, el doctor dijo que era imprescindible abrir el absceso. Se colocó
los guantes quirúrgicos, me introdujo unas cuantas agujas y se puso a aplastar
mi piel para que el pus saliera por completo, mientras yo emitía gritos de
dolor, aunque intentando controlarlos para que no se llegara a la exageración.
Después ya no me importó y me quejé más abiertamente. De pronto, mi hermana y
el doctor pegaron un alarido horroroso: es que no salió ningún pus, sino unas
letras muertas en Times New Roman, en Arial, en Helvética... ¡era el virus, el
maldito infame virus que quería borrar mi memoria!
La
bienvenida
Desde la entrada se aprecia lo opaco
del edificio, con paredes descascarándose, grandes ventanales y vidrios rotos.
En otro tiempo fue un hospital. Lo abandonaron quién sabe por qué. Cuando me
ofrecieron el trabajo de conserje, ocupé los cuartos destinados antes a la
lavandería. El resto estaba en escombros, especialmente la antigua morgue, la
primera en sufrir un desmantelamiento que con el tiempo se fue prolongando al
resto de dependencias. Los fantasmas se habían apoderado de los recovecos. Al
menos eso opinaba una vecina con la cual entablé ciertos amoríos.
Durante las horas de oscuridad y sin
sistema eléctrico en uso, parece un laberinto tenebroso, pero a la luz se
muestra un largo corredor, el piso de tierra, y uno tras otro obstáculo de
madera roída o de metales oxidados, entre las decenas de habitaciones sin
puertas, sin ventilación. Todo luce desolado y polvoriento.
Por medio de mi amiga supe que en el
barrio me habían puesto el apodo de loco, inventando que hablaba con los
fantasmas. Ese mismo día se regó la noticia de que me habían encontrado muerto,
asesinado por líos con ella. Según decían, siete tiros atravesaron mi cuerpo.
Si bien es cierto que tenía
problemas algo densos a causa del celoso marido y que debí huir cuando este me
apuntó con su arma, no es verdad que disparó, pues no tengo ningún agujero
memorable. Sólo recuerdo que al escapar, unos palazos secos caían sobre mi
cabeza. El dolor me persiguió hasta cuando conseguí escabullirme por entre los
pasadizos del enorme y oscuro corredor para refugiarme en la morgue. Creyendo
estar fuera de peligro, decidí regresar a casa. Sería medianoche. La luna
brillaba. Y supongo que anda rondándome la muerte, pues los lamentos de los
fantasmas me han dado la bienvenida.
Dilema
La pareja de ancianos permanece con
las manos entrelazadas. Están reclinados sobre sillones vetustos y miran a uno
y otro lado del horizonte. Hablan y hacen aparecer los pensamientos
decorándolos con nostalgias.
–¿Has sido feliz? –empieza ella.
Y él, como siempre, responde con
otra pregunta:
–¿Has conocido el amor?
Unas caricias arrugadas extienden su
olor a incienso añejo.
–¿Es hora de morir?
–¿Acaso lo has notado?
–¿Será como un sueño placentero?
–¿Cómo dejarte?
Cerraron los ojos y cada uno pidió
morir antes que el otro.
Cuentan que el hado de la muerte los
escuchó sin saber a quién cumplir el pedido, y que intentando resolver el
dilema, se sentó a reflexionar al respecto. Dicen que desde entonces sigue
allí, por siglos de siglos, y que por eso la muerte no existe.