Amelia Labrador
Amelia Labrador
se subió a un taxi el 10 de febrero del 2019; el conductor saludó muy gentil,
preguntó por el destino y prosiguió a llenar el silencio tendido entre los dos
con un tono relajado. “Hace poco me pasó algo rarísimo, mi perro de más de 10
años dejó de ladrar y comer”, le dijo el taxista con una sonrisa serena.
El hombre
explicó que ya no aullaba, ni movía la cola y que incluso sus patas dejaron de
producir el tan familiar clac-clac-clac.
Amelia realmente sintió una pena profunda y no atinó a decirle al conductor que
su perro, si no estaba muerto ya, se aproximaba al final de su vida. “Lo único
que parece permanecer igual es el brillo inteligente de sus ojos”, dijo,
“realmente no sabía qué hacer, mi pobre amigo, la causa de quejas de toda la cuadra,
callado y apagado”. El taxista le explicó a Amelia que su perro era el único
ser con el que compartía sus días; nunca se casó ni tuvo hijos. “Lo llevé al
veterinario y éste me dijo que lo lamentaba, pero la edad de mi Bobby le jugaba
una mala pasada. Me explicó que los órganos de mi perro se iban apagando uno a
uno y por lo tanto no tardaría en morir”. El hombre suspiró, pero continuó con
su narración mientras el coche doblaba la esquina. Amelia asintió con gran
pesar.
“Esa misma noche, dormí abrazando a Bobby
recordando los buenos tiempos. La primera vez que lo vi con el hocico atrapado
en una reja, las visitas al veterinario, todas las veces que corrimos juntos en
el parque…Me quedé dormido, hasta que entre sueños escuché ladridos. Éstos eran
desesperados y agónicos y al despertar no encontré a Bobby entre mis brazos.
Bajé las gradas despacito, poco a poquito…” contó el hombre, sin quitar la
mirada del semáforo en rojo frente a ellos. Lo único que delataba su estado eran las manos
temblorosas aferrándose al volante. “¿Y qué pasó? ¿Qué le sucedía a su amigo? ¿Por
qué no corrió en su ayuda?”, preguntó Amelia, totalmente consumida por la
historia. “Tenía miedo”, admitió el hombre “No sabía si finalmente había
perdido la razón”. “¿Por qué?” Entonces,
la primera lágrima cayó en el cuello de la camisa del hombre. “Poco a poco, los
aullidos frenéticos y desordenados empezaron a tomar sentido” -las palabras del
taxista se tornaron en balbuceos, “Al entrar a mi cocina no pude creerlo: mi
perro estaba ahí, pero su forma de mirarme era… era casi humana… y él estaba
hablándome”. “¿Hablándole?”
“Óyelo bien me decía óyelo
bien” -el hombre ya no guardaba compostura alguna. “¿Está bien señor?”, dijo
Amelia sintiendo escalofríos que le recorrían la espalda. “Pare por favor, no
puede manejar así, ¡nos va a matar!” El conductor frenó a raya, pero no dio
señales de quitar el seguro de las puertas. Sólo entonces volvió su cara a la
aterrorizada chica. “Su voz era ronca y vocalizaba cada palabra con cuidado, mi
perro continuó: De pronto no
somos más y no es la muerte. Somos dos puños
contra los oídos, nuestros puños de arena escurridiza y agua de mar, de mano
abierta al viento de los muelles; esa promesa en alto, el gesto, el vamos a volver… Somos unos vestidos sobre las ráfagas,
entre elefantes.” “Déjeme salir o voy a llamar a la policía” -Amelia
apenas entendía los lamentos incoherentes del hombre. Empezó a forcejear con la
puerta, pero ésta no cedió. “Por favor señor déjeme, me quiero ir… le pago más si
es lo que quiere, pero abra la puerta.”
“De pronto lo que amamos no responde. No sabe si mentir, va en esas ropas vacías”. El conductor no le sacaba la vista de encima a Amelia. “El pobre Bobby no respondía. ÉL IBA EN ROPAS VACÍAS.” “Señor n-no gr-g-grite por favor.” Amelia estaba paralizada, pero un instinto le dijo que ignore los gritos del hombre. Aplastó el botón del control unido a la llave del coche y abrió la puerta.
“De pronto lo que amamos no responde. No sabe si mentir, va en esas ropas vacías”. El conductor no le sacaba la vista de encima a Amelia. “El pobre Bobby no respondía. ÉL IBA EN ROPAS VACÍAS.” “Señor n-no gr-g-grite por favor.” Amelia estaba paralizada, pero un instinto le dijo que ignore los gritos del hombre. Aplastó el botón del control unido a la llave del coche y abrió la puerta.
El taxista solo la siguió con su psicótica
mirada mientras corría, alejándose a tropiezos del carro. Todo alrededor de
Amelia se convirtió en un borrón de árboles, personas y casas hasta que sus
pulmones le parecieron estar hechos de
carbón al rojo vivo. Al detenerse, tomó largos tragos de aire y miró a su
alrededor buscando el auto celeste que tanto terror le causaba. Al no
encontrarlo, se sentó en la vereda más cercana e intento desacelerar el pulso
que retumbaba en sus oídos. Sus medias nylon estaban rasgadas y sus rodillas y
codos raspados. El bum-bum de su
propio corazón se iba haciendo más potente, mientras su mente no dejaba de
correr.
Un San Bernardo
sacó el hocico por entre las rejas de la casa de al frente. “GUAU… GUAU… GUAU…
GUAU…” El perro hizo contacto visual con Amelia. “GUAU.. Guau.. Gu…” Se paró en
dos patas y murmuró con una voz chillona: “De pronto ya no hay
aves. Ya no nos quieren ver y no es el miedo. No nos quieren besar y no es la
prisa.” “Esto no puede ser”, dijo Amelia sollozando con la cara entre las
manos; las lágrimas lo hacían todo borroso y surrealista. De repente, el
poético monólogo del perro tuvo un fin abrupto, seguido de un lamento agudo y
Amelia no pudo resistir la tentación de echar una mirada entre sus dedos. El
perro había sido brutalmente atropellado por un vehículo. Amelia sintió culpa
por la inmensa cantidad de alivio que la invadió, de todas formas, dio un
respiro profundo. “Seguramente fue todo fruto de mi estrés… Eso es, estrés y ansiedad,
estos días el trabajo no me deja un minuto de relajación. Algún momento tenía
que estallar la burbuja... Esto
fue lo que pensó la chica, intentándole encontrar algún sentido a la situación.
“Está
tendido el mundo con una sabanita y la luz baja…y baja…”; la chica oyó que
alguien mascullaba detrás. Amelia se dio la vuelta muy gradualmente para
encontrar la vitrina de una tienda de animales.
Un pequeño shitzu encaramado contra el cristal dijo “El mundo se vacía de repente. Apenas unas
almas resignadas, otra idea del orden…”, y un viejo y gordo perro salchicha declaró
solemnemente “Todo eso que se
olvida un poco antes de decir adiós, óyelo
bien.”
Amelia cada vez
oía más y más: el mundo era un huracán y ella se encontraba dentro. El torrente
de voces ensordecedoras se ahogaba unas a otras y el color de su visión se iba
drenando. Muchas
voces graves y agudas unidas dijeron, cada vez con más volumen “Óyelo bien. ¡Óyelo bien! ¡ÓYELO BIEN!¡OYE EL
LAMENTO DE LOS QUE SABEN QUE SE VAN!¡DE LOS QUE YA TIENEN UNA PATA EN EL OTRO
MUNDO!” El universo se expandía y ella se hacía más y más pequeña, así se
quedó hecha un ovillo en el suelo hasta que escuchó una voz que se alzaba sobre
las demás. “Doctora… ¡DOCTORA! ¡Todos los perritos de las vitrinas perdieron la
conciencia!” “Por Dios enfermera, ¡ninguno responde! Temo que todos…Todos están
muertos… Oiga, señora, usted ¿no vio cómo pasó? ¿comieron algo? mostraron algún
síntoma antes de..” Pero Amelia no escuchaba las palabras que la interrogaban,
solo podía fijarse en la única voz, dulce y fina que continuaba con el canto,
casi como si estuviera contando un secreto. Después de un segundo se dio
cuenta, que era la suya …
Óyelo bien…. Óyelo bien…. Óyelo bien…
Por:
Azul
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